No existe mayor tensión que la que surge cuando dos miradas se sostienen.
Sarah se niega a apartar la vista, y nos mira de frente a través de sus relatos.
PAPA ME HACE MUCHO DAÑO
Desnudaron al niño, de nuevo, y lo interrogaron, una y otra vez, al
objeto de verificar la denuncia del pediatra por abusos. Grande. Pequeño.
El pequeño buscó a su madre y se escondió en el abrigo de mamá. Se
llevaron a mamá. Grande. Pequeño.
El pequeño chilló: Quiero ir con mamá. Papá es malo. Me hace daño con
el palo. Me duele el culito.
La fiscal subrayó: El niño no es suficientemente competente para
prestar un testimonio válido sobre los hechos denunciados.
La juez sobreseyó: Se acuerda el archivo de las actuaciones.
IMPUNIO PRO REO
Sarah Ponce Kutz
Diciembre de 2015
LA BARCA
Al pasar la barca me dijo el barquero:
-Las niñas bonitas no pagan dinero.
-Yo no soy bonita ni lo quiero ser,
porque las bonitas suelen padecer.
¡Arriba, abajo la barca de San José!
Anochecía. Era el
día cuarto de la semana. Arrimó la barca a la orilla y la subió. Los brazos se
balancearon tristes. Reposó su fino cuerpo sobre el sudario y la contempló en
oración. Un vestido de seda blanca la cubría por completo. En el cuello una
medalla de la Virgen de la Buena Muerte. Recogió sus manos sobre el pecho y
depositó en ellas un ramito de violetas. Adornó su pelo artificial con una
diadema de lirios blancos. La envolvió con aromas de mirra mezclado con aloe,
como estaba escrito, y se sentó. Terminado el ritual, introdujo una moneda en
la boca de la joven. La barba era blanca. La noche oscura.
Remó. La penumbra
acampaba en la otra orilla. Enormes riscos emergían poderosos de la negrura,
dando forma a la isla. Una población de cipreses ensamblaba el escarpado lugar,
a cuyos pies yacía un camposanto. Las olas impactaron con furia en la barca, embistiéndola,
devolviéndola a la orilla. El impulso mortecino de los remos apenas conseguía
hacer avanzar la pesada carga. La lucha se revelaba infernal. El tránsito
mortal. La batalla por alcanzar el destino final parecía perderse en cada vaivén.
El barquero no se rindió. Contraatacó, incrustando con fuerza las palas en el
agua. El inexorable final estaba próximo. Una letanía de lamentos puso fin al
largo viaje.
Papá, Mamá ¿estáis ahí? Silencio. Un largo y oscuro
pasillo recorre la morada. Una lucecilla resplandece en la distancia. Papá,
Mamá ¿dónde estáis? Llora. Deambula por el corredor cargada con su mochila de
Minnie. Papá y Mamá no están. Nunca están. Papá lleva un uniforme negro. Limpia
las mesas y las viste con manteles negros. Mamá esconde su preciosa cabellera en
un gorro negro. Los calamares en su tinta que cocina son mi plato preferido.
Vendrán muchos clientes a degustarlos. Nadie viene a por mí. Retrocede. El
túnel se alarga. Espera. Se desliza por la cama. Lo busca. Está vacía. Fría. Cariño
¿te has vuelto a marchar? Santiago recorre el mundo dando conciertos. Se quita
las gafas y guarda con cuidado el esmoquin en el avión. Ofrece un bombón a su
Manager. No volverá pasado mucho tiempo. Cientos de cartas flotan sin respuesta.
Amanecía. Sonó el teléfono. Una
voz de ultratumba lo despertó. “Todo está consumado. Se ha cumplido su voluntad”.
Le indicó la dirección, el día y la hora. Ordenó sus cosas, informó a su
Manager y partió en el primer vuelo. La policía siguió al sospechoso: portaba
un maletín. En la floristería más elegante de la zona compró rosas blancas. Mencionó
la calle Böcklin Strasse y se subió al
taxi que aguardaba en la puerta. Por un sendero tortuoso llegó hasta la Clínica
Caronte. La recepcionista le acompañó al despacho del director. Un hombre
corcovado lo recibió con amabilidad. Le extendió la mano e invitándolo a
sentarse, presentó su condolencia. “Hemos hecho todo lo que su difunta esposa
nos pidió. Confirmamos que la enfermedad era irreversible y que el dolor era
insufrible, no solo el de su cuerpo sino también el de su alma. La agonía
interior era tal que invadió su organismo y la sofocó ingiriendo calmantes, hasta
que ya no pudo más. Nadie veló por ella. Expresó su voluntad de ser conducida
cuanto antes a la Paz Eterna y descansar para siempre en “La Isla de los
Muertos”. Le entregó todas sus partencias, así como los documentos en los que figuraba
como única persona de contacto, y se despidieron.
Regresó al Hotel
Dolder. La policía puso fin a sus pesquisas al comprobar que no se trataba de
ningún evasor fiscal. Subió hasta la última planta del edificio. La Suite
Rachmaninov dominaba toda la ciudad. Se aproximó a la ventana y contempló el
firmamento. Lentamente fue bajándose el telón. La oscuridad lo invadió por
completo. En el centro un piano de cola presidía la estancia. Sobre la mesa una
caja de bombones y un ramo de rosas. Acercándose a ella la besó. Se ajustó el
vestido de seda y volviéndose hacia él le comunicó que había firmado un nuevo
contrato, que lo esperaban pronto en Estados Unidos. Levó la tapa del piano y
se sentó. La Barcarola opus 202 impulsada por el balanceo melancólico de sus
manos comenzó a mecerse, andantino, mar adentro.
¿A
dónde vas? No se
Soy
corriente de agua marchita que naufraga en el mar
Fluye
la caja negra engalanada con coronas y ajuar
¿Tan deprisa
vas? No se
Anoche
llovió, pero no pude ver la lluvia
Noche
oscura del alma. Sabor a salvia
¿A qué
hora vas? No se
Madera
de cedro que tañe a muerto
Romería
en la isla. Mortaja de luto y llanto
Más
allá clarea la voz de una mujer:
Cuando
la música cese nada quedará
Sarah Ponce Kutz
Noviembre de 2015
OBJETOS PERDIDOS
Vació los bolsillos del abrigo y no lo encontró. Esperó la llegada de los viajeros y no apareció. Preguntó a las azafatas y le acompañaron hasta el avión. Abandonada en el portaequipajes vio su pequeña maleta azul. Mostró una fotografía y lo recordaron dormido, abrazado a su osito azul. Buscó en la maleta y tampoco lo encontró. Ni rastro. Lo condujeron hasta el departamento de objeto perdidos. Rellenó el formulario correspondiente a reclamaciones por extravío de equipaje y solicitó que se lo enviaran a su domicilio. Pasados varios días se dirigió al Juzgado de Guardia. Dos funcionarias anestésicas le dijeron que no había posibilidad de formular denuncia por esos hechos, que eran de escasa entidad. Ante la insistencia de presentar una denuncia llamaron a la fiscal. Ni siquiera se molestó en escuchar, menos en bajar. Tajantemente contestó no ser competente. “Un niño no es sujeto de derechos. Que se vaya a la Policía”. Estampó el teléfono contra la mesa; impulsada por la rabia ante semejante pérdida de tiempo, salió despedida a la consulta del cirujano plástico. Las funcionarias examinaron con desgana los diferentes modelos, finalmente hallaron una solicitud por extravío. “Preséntese en la oficina de registros y haga una petición de duplicado por extravío. Caso de que aparezca el original en casa, como está divorciado, cada uno tiene derecho a tener el suyo”. Le conminaron a volver otro día, una hora antes del cierre ya no se admitían solicitudes. Caminó hasta la comisaría más cercana y recorrió todas las dependencias hasta localizar la sección de objetos perdidos. Sacó la cartera y extrajo la fotografía de su hijo. Unos grandes ojos azules asomaron tímidamente. El Policía le dijo que todos los días recibían decenas de niños empaquetados y que los almacenaban en el cuarto de depósitos. “Todos los ojos son tan tristes como los de la foto. Baje y llévese el que quiera, mejor si coge varios. No es necesario que se lleve el suyo, coja cualquiera. Nadie los reclamará. Terminarán en contenedores de reciclaje convertidos en objetos útiles: chales en la playa con campo de golf hidráulico, deportivos provistos de asientos adelgazantes, viajes espaciales para eliminar la gravedad corporal, yates equipados con paneles bronceadores y papamoscas en la proa”. Como le digo “llévese alguno. Nadie vendrá a por ellos”. Tomó la calle que conducía a su casa, marchaba ligero de equipaje. Se tumbó en el sofá y accionó la palanca relax, era un hombre libre de relaciones paterno-filiales. Sonó el alambique, el té con licor de las cinco estaba listo para servirse.
Sarah Ponce Kutz – Octubre 2015
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